lunes, 16 de diciembre de 2013

El sueño de dos casas (de barro) propias

No siempre la inmensa y maravillosa inteligencia humana generó creaciones que fueron en contra de la Madre Tierra. En tiempos lejanos en que las tecnologías aún no nos habían alejado del ciclo natural de la vida, todo lo que hacíamos estaba en permanente contacto con la naturaleza. Sí, la vida era más cruda e incierta porque la vulnerabilidad era mayor, pero aún entonces, una persona guardaba conocimientos sobre remedios naturales, ciclos lunares, animales diversos, todo lo cual hacía que se respetara más el entorno y que, también, se lo cuidara un poco más.

 Por siglos, a nadie se le hubiera pasado por la mente agotar ni contaminar sus recursos naturales en un santiamén porque todavía se guardaba conciencia de que nuestra dependencia del mundo natural era vital. El camino elegido por una parte dominante de la humanidad, con su “modernidad” y sus “avances”, fue alejándonos tanto de los ambientes naturales que, un buen día, las sociedades se pensaron superiores que sus entornos, independientes de los flujos y ritmos de la Pacha Mama. Empezó una creencia totalmente falsa y a las claras destinada a fracasar: que los hombres podían dominar a lo natural, someterlo y hasta extinguirlo, sin pagar las consecuencias.

En vez de vivir en el campo nos mudaron a las ciudades, en vez de trabajar el fango, trabajamos las fábricas y después las oficinas, en vez de caminar sobre tierra nos subieron a vehículos que van deslizándose sobre asfalto, en vez de ir a un pozo a buscar agua, sólo abrimos una canilla; en vez de cosechar una verdura, fuimos a la verdulería.  Hasta nos cambiaron el horizonte por torres recortadas en un cielo algo brumoso de smog.

Todo es práctico, rápido y seguro (siempre que tengas dinero, claro). Y nada de esto tendría que ser necesariamente malo sino fuera por la desconexión total en la que nos hace caer. Primero, nos olvidamos de la relación primitiva y primigenia con lo natural (¿acaso no venimos de la tierra y vamos hacia ella, acaso no evolucionamos sobre ella?). Era algo evidente que luego nos desconectemos entre los mismos humanos. ¡Ahora hasta somos capaces de inmunizarnos del sufrimiento del otro!

Por eso es tan necesario que estemos todos uniformados hasta en el pensamiento. No te metas. No intervengas. Por algo está como está. Así es el sistema. ¡Guarda con cambiar algo! Los cambios comienzan cuando te preguntás: ¿esta sociedad en la que vivo es en verdad lo “natural”?

Eso mismo se preguntó Michael Buck, un inglés como cualquier otro que acataba todas las reglas del “sistema”: profesor, ciudadano promedio, padre de familia. Acataba, sí, hasta que un día se hartó de ver cómo muchos se mataban pasando por la universidad para luego no tener ni la posibilidad de acceder a un crédito para tener un techo propio, en una ciudad atiborrada, ¿el sueño de todo clase media?

Entonces improvisó su estandarte de protesta: construyó una cabaña en Deddington. Encontró los materiales para hacerla en su propia granja o de campos vecinos. Las maderas de los pisos y las ventanas fueron donaciones. Michael se valió de la ayuda de colaboradores que se acercaron.

Su manifiesto demandó apenas unos cientos de billetes de moneda local, un poco de sudor y algo de ingenio. Ahora la cabaña que parece un sueño tiene un dormitorio, una cocina y una chimenea. Es que el inglés no se molestó ni en traer electricidad y tampoco agua corriente (sino que ésta la busca de un arroyo cercano). El baño es natural y está separado de la cabaña.

Este profesor podría haber hecho una construcción más compleja, como las nave tierras que aíslan mejor las temperaturas, incluyen un sistema de agua potable y tratamiento de las residuales pero para él lo importante era demostrar que todos podemos hacer nuestro propio hogar (y sin necesidad de usar ni una sola herramienta eléctrica) y que la naturaleza nos da todo lo que se necesita para ello.

Pueden seguir todas las aventuras de éste profesor en su sitio: http://michael-buck.blogspot.com.ar

Pensando en el manifiesto/cabaña de Buck, recordé una historia mucha más cercana a nuestra América. Recordé la historia de Paula y Abel, una pareja muy joven y muy libre que vive por Mar del Plata, en la provincia de Buenos Aires. Diseñadores/artesanos, practicantes y enseñantes de la Yoga, sólo toco de oído este camino que eligieron andar.

Podemos narrarlo así: empezó como una fantasía: “qué lindo vivir en la naturaleza”, habría dicho ella, “estoy cansado del cemento”, podría haber dicho él. Ambos miraron a su hija Lua y entendieron que querían un futuro distinto. Más auténtico. Más sencillo y, por ello, más rico y más pleno.

Hubo un terreno, agreste, vasto, lleno de aire puro. Hubo una idea que sonó a delirio “¡hagamos la casa con nuestras propias manos y con los materiales que nos da la Pacha!”. Hubo un silencio y miradas cómplices. Pau y Abel se entusiasmaron, mucho. Un súbito miedo los eclipsó, esto de construir uno mismo no lo habían visto hacer seguido, mucho tiempo y gente y un saber que no poseían. La idea se pobló de “peros”.

Pasaron unos días. El fuego de ese proyecto quemaba. Era tan fuerte que hasta los “peros” y las excusas parecían perder fuerza. Google. Permacultura. Buscar. Fotos. Testimonios. De acá. De allá. “Che, pucha… ¡sí se puede! mirá, si hacés así, buscás asá”. Los “peros” ardieron hasta desaparecer. Pau y Abel se miraron. Se abrazaron. Su propia casa de barro era su nuevo proyecto.

En Argentina cuando nos dicen “hacé tal cosa” y no queremos hacerlo, decimos “¡minga!”. Una deformación del uso del lenguaje tan pervertida que desvió el real significado de lo que minga es. Porque minga no es no querer hacer algo, sino todo lo contrario: armar una “minga” es el trabajo colaboracionista más antiguo de nuestros pagos.

Mingas, ése fue el mecanismo que familiares, amigos y desconocidos (¿por qué no?) pusieron en funcionamiento para que esta familia tenga su sueño/casa. Acumularon materiales, aprendieron técnicas de súper adobe, de techos vivos, de arquitectura. Todo a pulmón, a lomo y a sangre. Todo a pasión.

Verano o invierno, cielo gris o pleno sol. Las mingas se volvieron costumbre. Las risas matizaron el cansancio. Parar los troncos como columnas, hacer los tirantes del techo, aislar el suelo… hecho, hecho, hecho. Un mate, una comilona. A seguir. Pisar la mezcla del barro. Tornear las paredes con las manos. Las manos ajadas, las astillas en la piel, la sonrisa de la plenitud.

Como un un hornero que busca las ramitas y con su pico teje su nido, como un artista que ultima sus pinceladas, como una unión con la tierra y el cielo a través del trabajo en equipo. Como todo el símbolo de lo que la humanidad está RE aprendiendo: el respeto al planeta, la simbiosis con él, el usar sus recursos y ayudar a regenerarlos, a vivir siendo uno con el entorno.

Abel escribió antes de mudarse: “Siento que mañana el paso es eterno, que es un peregrinaje constante de ir hacia nuestro hogar. Es un símbolo de construirse… a uno mismo… y a su propia casa. Esta casa es una casa familiar. La hicimos con mi compañera y siento que el proceso nos nutrió, nos enseñó el valor de hacer juntos, de reconocer el valor del otro, de lo que sostiene, de lo que acompaña.
Lo mas hermoso de este nido es que sus paredes, su techo, su piso hablan, se expresan con una fuerza que cuando estas dentro se siente. Esta la presencia de cada uno de los seres hermosos que dejaron su impronta, su huella, su placer en el dar-se. ¿Cómo no sentirme agradecido? Mi corazón retumba de felicidad al recordar esta bendición. GRACIAS ABSOLUTAS A CADA UNO QUE FORMA PARTE”.

El camino de Paula, Abel y Lua es un ejemplo como puede haber cientos. Ejemplo de un cambio que va prendiendo en cada vez más y más personas en todo el mundo. Capaz no todos quieran el campo agreste, cada uno encontrará su casa de barro donde mejor le siente. Incluso, dentro de su propio corazón. Lo importante es preguntarnos ¿es esta la vida que quiero realmente? y saber aceptar la respuesta que nuestro corazón dicte.

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